Marqués de Montferrat, Caballero Schoening, Príncipe Ragoczy… tuvo muchos títulos, pero nadie supo nunca la identidad real ni los orígenes de uno de los personajes más misteriosos y excéntricos que viajaron por la Europa del siglo XVIII, y que se codeó con reyes, filósofos y aventureros igualmente excéntricos como Giacomo Casanova.
Dominaba con soltura varios idiomas, componía y tocaba el violín, poseía una gran cultura y un conocimiento de temas esotéricos, y sus habilidades sociales no tenían nada que envidiar a las del propio Casanova, permitiéndole acceder incluso al círculo del rey francés Luis XV. Como el aventurero veneciano, también fue objeto de innumerables chismes y leyendas, exageradas hasta un nivel incluso mayor que el de este.
UN EXTRAÑO FORASTERO
El nombre del Conde de Saint Germain aparece por primera vez en Inglaterra el 1745. Horace Walpole, historiador del arte, menciona en una carta: “El otro día arrestaron a un hombre extraño, que se hace llamar Conde St. Germain. Ha estado aquí estos dos años, y no dice quién es ni de dónde, pero profesa dos cosas increíbles: la primera, que no usa su verdadero nombre; y la segunda que nunca tuvo relaciones con ninguna mujer. Canta, toca maravillosamente el violín, compone, está loco y no es muy sensato. Se dice que es italiano, español o polaco; que se casó con alguien de gran fortuna en México y huyó con sus joyas a Constantinopla; un sacerdote, un violinista, un gran noble. El Príncipe de Gales ha manifestado una curiosidad insaciable por él, pero en vano. Sin embargo, nada se ha hecho en su contra; ha sido puesto en libertad; y, lo que me convence de que no es un caballero, se queda aquí, y dice que lo toman por un espía”.
El Conde de Saint Germain empezó a ser conocido entre la alta sociedad londinense en la década de 1740.
En aquellos tiempos, el conde era ya un personaje conocido entre la alta sociedad londinense, para la que daba conciertos de violín – que, según Walpole, tocaba muy bien – y les entretenía con sus grandes dotes de conversación. Tenía fama de ser un hombre extraño y misterioso, pues a pesar de la evidente riqueza que demostraba con sus ropas y joyas, nadie tenía la mínima idea de sus orígenes, una confusión que él mismo alimentaba contando varias versiones distintas. La sospecha de que fuese un espía planeaba constantemente sobre él, pero nadie supo precisar a quién se suponía que espiaba ni para quién.
A finales de aquella década el conde partió hacia la corte de Luis XV en Francia, al que accedió mediante la mediación de Madame de Pompadour, la amante oficial del rey francés, cuyo favor se había ganado gracias a su don para la conversación y a algunos trucos de cosmética de dudosa eficacia que le había enseñado. Permaneció más de una década en la corte, desempeñando encargos tan importantes como el de mediador durante la Guerra de los Siete Años entre Francia y Gran Bretaña; a veces extralimitándose en sus funciones y moviéndose libremente por varios países de Europa con pasaportes y nombres falsos.
AVENTURERO Y MITO
Aunque el misterioso conde era cada vez más conocido, su historia no solo no se esclarecía sino que se volvía cada vez más confusa. A esto contribuyó seguramente un episodio acontecido al principio de su estancia en Francia, cuando un comediante inglés que lo conocía de su época londinense decidió aprovechar su fama para inventarse un espectáculo en el que lo caricaturizaba: en este show decía cosas tan estrambóticas como que había conocido a Jesucristo y a Alejandro Magno, o que era inmortal; y puesto que el personaje original ya era excéntrico de por sí, algunas de estas afirmaciones terminaron atribuyéndose al conde, algo que a él no parecía importarle.
En París coincidió también con Giacomo Casanova, el aventurero veneciano, que a pesar de ser famoso él mismo por sus exageraciones, quedó maravillado por este personaje aún más peculiar que él, del que escribió en sus Memorias: “Este hombre extraordinario, destinado por naturaleza a ser el rey de los impostores y los charlatanes, decía de manera fácil y segura que tenía trescientos años, que conocía el secreto de la Medicina Universal, que poseía el dominio sobre la naturaleza, que podía fundir diamantes, profesándose capaz de formar, de diez o doce diamantes pequeños, uno grande del agua más fina sin ninguna pérdida de peso”.
Casanova, a pesar de ser famoso él mismo por sus exageraciones, quedó maravillado por el Conde de Saint Germain
En 1779, tras una vida de aventuras, el Conde de Saint Germain se retiró al Ducado de Schleswig, en el norte de la actual Alemania, donde conoció al príncipe Carlos de Hesse-Kassel, un noble que era miembro de varias sociedades secretas y tenía un gran interés en asuntos místicos, como la alquimia, una de las artes que el conde decía dominar. El príncipe le proporcionó un taller en el que ambos trabajaban juntos en la fabricación de gemas y joyas. Fue en este lugar donde murió el 27 de febrero de 1784, dejando tras de sí numerosas composiciones musicales y algunos manuscritos.
HIJO DE UN PRÍNCIPE DE TRANSILVANIA
Su identidad seguía siendo un misterio cuando murió, aunque al príncipe Carlos, la persona con quien más confianza tenía, le confesó ser el hijo de un príncipe de Transilvania. Otras teorías que circularon tras su muerte le atribuyeron muchos orígenes diversos, en especial italiano debido a la predilección que mostraba por este idioma en la conversación y en la música, ya que la gran mayoría de sus composiciones son arias: según esta teoría, era el hijo ilegítimo de una princesa de Saboya que había sido educado en la corte de los Medici en Florencia y había frecuentado la Universidad de Siena.
Pero como tantas otras historias en la vida de este misterioso personaje, nada puede darse por seguro. Lo que sí es cierto es que sirvió de inspiración para numerosas novelas, entre ellas El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, cuyo protagonista resulta tan misterioso y sorprendente como Saint Germain. También en la novela de Umberto Eco El péndulo de Foucault, el personaje de Agliè dice ser el misterioso Conde de Saint Germain; una ficción, pero al fin y al cabo, como tantas que rodean al hombre verdadero.
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